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Licorice pizza o la edad de la inocencia.

Puntuación 9/10  Vengo de ver Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson. Pizza de regaliz por lo visto es una manera de llamar a los discos de vinilo, algo que yo no sabía. Me ha gustado mucho, me parece que a pesar de  lo mucho que se habla de amor en el cine pocas veces se habla bien de lo que es el amor, a menudo un desatino de impulsos y falta de reciprocidades, una especie de orquesta asinfónica. Pero  tampoco solemos ver personajes con granos e imperfecciones. Y los protagonistas de Liquorice Pizza no cumplen con los estrictos cánones a los que tenemos la mirada acostumbrada. La película me conquistó de inmediato,  en parte por la banda sonora, abre con una canción de Nina Simone que no conocía (July Tree) , y eso ya es conseguir sorprenderme. Además, pese a que torcí el morro cuando vi que usaban Life on Mars en el anuncio de la peli, creo que es una de las pocas veces que se usa Life on Mars con mucho más sentido en su contexto social histórico que no colgándola cada vez que hay u

Friends y el Origen del mal o por qué hay que ver Seinfield







Me dice mi hijo mediano (15 años) que cree que a su generación le entusiasma el pasado porque quizá intuitivamente sepan que su futuro es incierto, yo ocupada en mi cabeza ignoro lo trascendental de la frase y le pregunto: “ah si, el pasado, cómo qué” y me dice como ejemplo que les entusiasma la serie Friends. Veo con igual espanto y orgullo como mis hijos se han convertido en outsiders en su generación como sus padres mientras digo: ¿Friends? ¿En serio?

Quizá por eso mi hija de 10 años insistía en ver Friends y yo que ando con todas mis censuras políticas de capa caída dije: bueno vale, pero lo vemos juntas, con la idea de explicar o mitigar según qué cosas. (Ya lo sé, habrá quien no entienda esto).

Recuerdo perfectamente cuando la serie se emitió por primera vez, recuerdo estar en la tienda de la Warner Brothers en Londres y abandonarla porque emitían la serie por varios televisores, qué exageración pensará más de una. En aquel momento era un rechazo juvenil por mi parte, de ir contra lo que hacía todo el mundo, pero además había algo irritante en los colores y sonidos que recordaba a lo peor de los dibujos animados.

Años más tarde siendo ya madre, en una especie de siesta, me crucé con una de las infinitas reposiciones en Channel 4. Y vi un capítulo con el que me partí de risa, ese en el que Chandler pierde un dedo del pie.



Decidí asumir que no estaba mal y la veía a veces como de lejos, mientras hacía otras cosas y sin prestar demasiada atención, quizá quería abrazar lo convencional por cansancio punk, quién sabe.

Pero en estos días viendo la serie con mi hija, además de alucinar con la cantidad de veces que utilizan la palabra «porno», casi sin venir a cuento. Alucino también con todo lo expuesto de manera inocente en ella, para quienes somos fans de la serie Seinfield anterior a Friends reconocemos algo de copia o llamémoslo homenaje de la serie posterior a la anterior. 

Pero tras ver Friends íntegramente y volver a ver Seinfield a menudo empiezo a ver en ellas muestras significativas de la evolución o más bien decadencia social después de ambas. 

Me apetece especular o fantasear incluso con la idea de que el devenir a este nuestro presente podría haber comenzado con Friends. Me explico, por ejemplo hay un par de cosas notables que se establecieron a raíz de la serie y que nadie parece recordar. En Reino Unido al menos, el nuevo uso de los dedos en el aire haciendo comillas se impuso a partir de la emisión de la serie, así  como utilizar “you guys” para grupos de mujeres y hombres. También una aceptación generalizada a lo que se viene llamando vientres de alquiler podría atribuirse a una Phoebe embarazada de trillizos para su hermano capaz de sacrifar su maternidad y su cuerpo por la felicidad de otros, tal y como explica su personaje entre lágrimas tras el parto. Si en Seinfield el hecho de que Elaine fuese una chica no la apartaba del grupo, en Friends el sexismo y la división chicos y chicas es constante, se autoreferencian y cuestionan el sexismo pero la homofobia y el machismo son constantes, disfrazados eso sí de una modernidad positiva que tan solo pretende jugar con los conceptos que sometieron a sus padres, pero que lo único que hace es subrayarlos con rotulador fluorescente sin saber que hacer con ellos ni lo que significan.



Si en los 80 pudiese haber quedado bien ser un ser torturado, deprimido o simplemente incómodo en la vida, a raíz de Friends, explotaron en el mundo cosas como la ley de la atracción, Mr. Wonderful y un rollo generalizado que sugería que algo tan fortuito y efímero como la felicidad, era perfectamente accesible, que lo que nos pasaba a los humanos era una cuestión de actitud. Y lo que más me preocupa es que si en Seinfield lo que nos hacía reír era reconocernos en nuestro cinismo y lo que nos irritaba de los demás aquello que en la vida real a menudo nos veíamos obligados a ocultar por las buenas formas, en Friends los “hijos” de Seinfield ya no se permiten ese cinismo, lo guay es ser feliz, el fascismo de la aceptación de todo a cualquier precio, el “I’ll be there for you”, la vacuidad elevada al cubo.

Ya que si bien los personajes pueden ser neuróticos o cínicos brevemente, la conclusión siempre es algo así como “oh honey,  tomate la pastilla del conformismo, todo está bien, todos somos simpáticos y guapos, todos vestimos de manera homogenea, todos nos queremos, nos reímos de las lesbianas pero las aceptamos, los hombres viven su masculinidad desde la homofobia y misoginia pero en el fondo es porque boys will be boys, insertar risas, nobody will notice. La felicidad en Friends es como un tapete hortera de macramé encima del polvo de varios siglos. 


Así que cuando ya parece agotada toda posibilidad de reposición en bucle de Friends, Seinfield  vuelve a Netflix y me alegra porque me parece socialmente necesario volver a verla, para poder recordar que solíamos ser neuróticos, desagradables y que discutíamos y cuestionábamos todo. Nos irritábamos con nosotros mismos y nuestras debilidades humanas y podíamos estar en profundo desacuerdo, con otros y también con nosotros mismos o incluso no saber cómo nos sentíamos ante ciertas circunstancias. Estábamos lejos del puritanismo medieval en el que nos movemos en estos días de inseguridades regurgitadas en un dedo acusatorio como defensa. 

Ahora una ola de absolutos y censura de preguntas, lo empaña todo, la felicidad forzada, la absoluta censura a cualquier voz que se pregunte algo en voz alta, parece inundar el mundo en el que ahora algunas viejas cínicas sentimos que nos ahogamos y en el que ya no podemos asomarnos a un puente tranquilas sin que se nos imponga el fascismo feliz.




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